UNIVERSIDADES: ¿LA TUMBA DEL PENSAMIENTO CRÍTICO?
- Cecilia Mendoza Ventura
- 10 mar
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 29 mar

Espejo Universidad, Collage. E. (2024)
Los espacios de educación superior también fueron el origen de grupos que, lejos de criticar el status quo, lo reproducen y lo protegen.
La universidad, como concepto y como institución, se ha caracterizado históricamente por justificar su rol en la sociedad como un espacio productor de conocimiento y crítica. En esta lógica las universidades se entienden no sólo como lugares que “albergan el conocimiento”, sino que automáticamente dota a éstas—principalmente a los académicos— de autoridad para opinar sobre diferentes problemas políticos y sociales, pues se considera que cuentan con conocimientos “especializados”.
Es cierto que las grandes universidades del mundo son de vital importancia para el desarrollo teórico y científico y que, a nivel social, éstas son nicho de movimientos políticos de gran relevancia. En México, por ejemplo, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) ha sido ejemplo de luchas estudiantiles como el movimiento del 68, la participación de estudiantes en guerrillas durante la década de los 70 y 80 y de luchas contra la privatización de la educación, como la huelga del 99. Los estudiantes universitarios también han protagonizado movimientos políticos de la historia reciente, como la demanda de justicia por los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, los movimientos feministas, o recientemente, la defensa de Palestina.
Sin embargo, la historia de las universidades y su papel en el presente tiende a romantizarse. Los espacios de educación superior también fueron el origen de grupos que, lejos de criticar el status quo, lo reproducen y lo protegen. No es ningún secreto, por ejemplo, que los órganos de poder de la UNAM han sido ocupados desde hace tiempo por personajes vinculados a partidos políticos como el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Incluso durante el gobierno de Peña Nieto —uno de los períodos más críticos del partido por los escándalos de corrupción y la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa—, el ex-rector de la Universidad Nacional, José Narro Robles, fungió como secretario de Salud. Tampoco es un dato sorprendente que universidades como la Universidad Autónoma de Guadalajara fueran el núcleo de organizaciones de extrema derecha y anticomunistas como el Frente Universitario Anticomunista de los años 50, también conocido como los Tecos.
Lo anterior no debería impresionarnos, pues las universidades no son espacios aislados de las estructuras de poder, del sistema político-económico y de las disputas sociales. Tomando en cuenta que la universidad proviene de una tradición de conocimiento occidental y colonial (Valenzuela-Baeza, 2021), los mismos académicos han realizado diferentes investigaciones sobre cómo éstas tienden a reproducir el clasismo, el racismo, el sexismo y otras estructuras de poder (Peña, 2023; Villa Lever, 2019). De hecho, en años recientes, algunos grupos críticos al interior de las universidades también han denunciado la creciente neoliberalización de los espacios de educación superior, mostrando así que los espacios educativos, en la mayoría de los casos, se utilizan para reproducir las desigualdades e injusticias en lugar de oponérseles. Tal es el caso de académicos como Serhat Tutkal, quien también denuncia que las universidades se han convertido en lugares antiintelectualistas, que persiguen a las pocas voces críticas que existen al interior y fomentan sistemas que pretenden cuantificar la educación. (Tutkal, 2024)
La jerarquía intelectual de las universidades del presente sigue sobreentendiendo que ésta debe estar encabezada por hombres blancos que deben explicarle la realidad a los demás.
El problema de las universidades, entonces, va más allá de su tendencia a la derechización y al neoliberalismo, pues en décadas recientes se ha dado un proceso al que Enzo Traverso describe como la desaparición de los intelectuales: los intelectuales han dejado de tener presencia en el debate público y los académicos se han desvinculado de las coyunturas del presente. En contraste, el rol de los especialistas en la opinión pública se ha reducido a explicaciones técnicas con pretensiones de neutralidad (Traverso, 2019). Dicho en otros términos, hay una ausencia clara de interpretaciones críticas sobre los problemas del mundo, hecho que legitima la idea promovida por la globalización neoliberal de que existe un supuesto consenso universal sobre los valores que rigen al mundo actualmente.
Dentro de las universidades los académicos no dejan de preguntarse una y otra vez cómo llegar a los espacios no académicos, cómo entablar un diálogo más cercano con las comunidades que los rodean y cómo deselitizar las universidades. Sin embargo, estas preguntas exhiben en dónde radica la falta de pensamiento crítico de los académicos: la idea misma de universidad y de lo que implica ser un “intelectual” está basada en una forma sumamente vertical de construir el conocimiento y difundirlo.
Retomando a Enzo Traverso, no está de sobra mencionar que la figura del intelectual también se construyó en Europa, específicamente en el Siglo de las Luces con el empoderamiento de una burguesía crítica del poder monárquico. Todavía en la actualidad, la idea romántica de los intelectuales como genios o eruditos cuya opinión instruye a las masas cuestiona poco las implicaciones de las ideas ilustradas: éstas no sólo parten de la jerarquía de la erudición, sino que entiende al conocimiento como una herramienta civilizatoria, pues el conocimiento, bajo esta lógica, únicamente es válido desde el método científico moderno y desde los medios escritos. Si bien las corrientes posmodernas, feministas y decoloniales han expuesto la manera en la que esta noción invalidó otras formas de conocimiento y legitimó a la burguesía y al colonialismo, la jerarquía intelectual de las universidades del presente sigue sobreentendiendo que ésta debe estar encabezada por hombres blancos que deben explicarle la realidad a los demás.
La idea de la excelencia académica, que se traduce en discernir entre quiénes deben conformar la universidad y quiénes merecen estar en los puestos más altos, lejos de reflejarse en investigaciones de primer nivel en la actualidad, se ha materializado en una profunda desigualdad social al interior de las universidades mismas. En consecuencia, las universidades también se han vuelto poco críticas, pues los mismos grupos que ostentan el poder político y económico son quienes tienen el poder de vivir de su trabajo intelectual.
Es difícil que existan voces disidentes o nuevas y originales formas de entender la realidad cuando las universidades han tendido a elitizarse y privatizarse más en los últimos años: las cuotas, los criterios de los exámenes de ingreso y el modelo mismo de los planes de estudio que buscan estudiantes de tiempo completo sin remuneración son sólo algunas de las políticas que dejan en desventaja a la clase trabajadora y a grupos históricamente vulnerables, como los indígenas o las mujeres.
El pensamiento crítico debe partir siempre de la conciencia del contexto propio. Aunque sea redundante recalcarlo, el pensamiento crítico no existe sin el reconocimiento del horizonte histórico, político y cultural de quien analiza la realidad. En ese sentido, es irónico que muchas de las conversaciones al interior de la universidad intenten salir de la academia sin voltear a ver a la academia misma y sus desigualdades internas, sin reparar en que sus estructuras mantienen marginada y precarizada a la mayor parte de la población universitaria, que no sólo está conformada por los académicos de renombre —una minoría—, sino por estudiantes de contextos diferentes, profesores de tiempo parcial, prestadores de servicios no remunerados, administrativos y trabajadores.
También es difícil hablar de pensamiento crítico en universidades que únicamente validan dos formas de construir el conocimiento: la primera, mediante métodos prácticamente positivistas que entienden al investigador como un observador pasivo que debe seguir un método (o receta) a partir de fuentes escritas o bien, mediante métodos tecnócratas heredados del neoliberalismo que únicamente cuantifican la realidad sin interpretarla.
Desde Marx y su famosa frase “los filósofos se han dedicado a interpretar el mundo, pero que lo que realmente importa es transformarlo”, muchos autores han criticado las filosofías burguesas (de ahí la insistencia en la praxis y en la conciencia de clase al interior de las universidades), pero lo cierto es que la oposición teórica no necesariamente ha implicado llevar a la práctica una transformación profunda para entender las universidades y el conocimiento. En el presente, las universidades, lejos de tener un papel transformador, parecen reducir su función social a la mera acumulación de grados académicos, mismos que afuera serán un parámetro para marcar diferencias socio-culturales.
Por mucho que hayan existido proyectos entrañables de democratización de la educación superior —como en su momento lo fueron las Normales Rurales o la propuesta inicial de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México— y que la sociedad mexicana siga añorando los tiempos en los que los estudios universitarios todavía proporcionaban movilidad social, lo cierto es que la ausencia de proyectos educativos novedosos en las últimas décadas es evidente. A nivel social, llegar a la universidad o haber obtenido un título es un diferenciador de clase, raza y género, especialmente en continentes como América, África y Asia. Al excluir de las universidades a los sectores que representan la mayoría de la sociedad, ¿qué vínculo esperamos entre conocimiento y realidad? Si la universidad es un espacio gobernado por y para los grupos hegemónicos, la mayor parte de los problemas que se pondrán sobre la mesa serán las preocupaciones de las élites y la defensa de su status quo.
La respuesta a estas preguntas es clara: sin praxis no hay pensamiento crítico.
La intención de esta reflexión no es deslegitimar la importancia de las universidades ni menospreciar el importante legado que ha implicado para las luchas sociales y de izquierda, pues lo cierto es que el neoliberalismo ha buscado de diferentes maneras desarticular la educación superior pública y hoy más que nunca es importante oponerse al desmantelamiento de las universidades. Sin embargo, es fundamental replantearnos una y otra vez: ¿a qué nos referimos cuando hablamos de pensamiento crítico en las universidades y qué tanto cumplen con este objetivo?
El pensamiento crítico no es sinónimo de analizar detalladamente un texto o de explicar de forma clara las teorías sociales/científicas más relevantes: el ejercicio de la crítica, en primer lugar, debe partir del cuestionamiento permanente y no dar por sentado lo que se nos presenta como evidente. El pensamiento crítico cuestiona la explotación y las desigualdades y utiliza el conocimiento para transformar la realidad. El conocimiento crítico no se basa en convertir a la educación en un criterio de superioridad.
¿Podemos hablar realmente de pensamiento crítico dentro de la lógica academicista? ¿Es posible hablar de crítica en espacios cuya aspiración máxima es convertir a sus miembros en investigadores acartonados que se encierran en su despacho a escribir sobre problemas de desigualdad mientras sus colegas y alumnos permanecen precarizados? ¿Existe crítica ahí donde el conocimiento válido está enfocado en perfeccionar cada vez más las exigencias de citación que por explorar nuevas herramientas “no científicas”?
La respuesta a estas preguntas es clara: sin praxis no hay pensamiento crítico. La praxis, como sostenía Sánchez Vázquez, no es la mera actividad de la conciencia, sino la actividad material del humano como ser social. Acaso el acto más crítico por parte de las universidades sería reconocer que fuera de ellas existen bastiones mucho más críticos, que se enfrentan a diario a la realidad que ellas estudian. Las universidades, dentro de su lógica jerárquica, deben situarse en el papel de alumnos y aprender de otras formas de conocimiento y resistencia política, no necesariamente para elaborar un paper, sino para realmente crear un modelo crítico de educación y vinculación con su entorno. El pensamiento crítico implica necesariamente un compromiso político, que no puede darse mientras lo que sustente a las universidades sea la figura del intelectual, cuya identidad radica, precisamente, en diferenciarse del resto de su comunidad.
BIBLIOGRAFÍA
Bordieu, P. (2002). Campo de poder, Campo intelectual. Itinerario de un concepto. Jungla simbólica. París: ed. Montresor.
Traverso, E. (2019). ¿Qué fue de los intelectuales? Siglo XXI Editores.
Guarneros, A. (2024). Crítica de la población universitaria. En-claves del pensamiento, 18(36), 37-60 pp. Consultado en: http://orcid.org/0000-0003-1752-8947.
Peña, L. G. (2023). La comunidad como rebelión: Curso para sobrevivir en la academia siendo una mujer de color. Haymarket Books.
Valenzuela-Baeza, C. (2021). La universidad como espacio de colonialidad: el desafío de repensar la educación. Revista de Filosofía, 38(99), 780-790 pp.
Vázquez, A. S. (2003). Filosofía de la praxis. D.F.: Siglo XXI.
Villa Lever, L. (2019). La configuración de la educación superior clasifica a las y los universitarios y afecta sus oportunidades educativas. Revista mexicana de investigación educativa, 24(81), 615-631 pp.
Tutkal, S. (2024). El antiintelectualismo en la academia contemporánea. Nexos. Consultado en:
https://educacion.nexos.com.mx/el-antiintelectualismo-en-la-academia-contemporanea/
Cecilia Mendoza Ventura, historiadora por parte de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y diplomada en Estudios sobre África por parte del Programa Universitario de Estudios de Asia y África (PUEAA) de la UNAM. Actualmente es maestrante en el Centro de Estudios de Asia y África (especialidad África) del Colegio de México. Entre sus intereses y líneas de investigación principales se encuentran la historia política, la historia del continente africano y los fenómenos políticos relacionados con violencia, etnicidad, nacionalismo e identidad.
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