¿EXISTE UN FUTURO ALTERNATIVO AL SOCIALISMO?
- Andreu Espasa
- 31 mar
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 5 may

ECOSOC, Collage, E. (2025)
El grueso de las izquierdas parece seguir instalado en la defensa de la moderación y del cambio tranquilo y responsable.
Para discutir sobre el futuro, la importancia del calentamiento global resulta casi imposible de exagerar. La envergadura de lo que está en juego —las condiciones de habitabilidad humana de amplias zonas del planeta, incluso el riesgo de extinción de la especie— es simplemente abrumadora. Algunos pilares de nuestro modelo civilizatorio ya están colapsando, aunque a veces el papel del cambio climático no resulte del todo explícito. Un caso especialmente inquietante es el del retroceso de la derecha liberal y democrática ante el auge del populismo reaccionario o filofascista. En el campo de las derechas, todos saben que el capitalismo no puede ofrecer ni soluciones ni paliativos al actual proceso de degradación del medio ambiente. Lo único coherente que puede plantear la actual forma de capitalismo es una aceleración de la crisis. Antes de que la indignación popular la haga inviable, la industria de los combustibles fósiles, con la ayuda de casi todos los gobiernos, está inmersa en un proceso de expansión, en contra de todo consenso científico y sin importarle las catastróficas consecuencias para el conjunto de la humanidad. Incluso los llamados “extremistas de centro” participan de la misma lógica suicida. En Estados Unidos, tanto Obama como Biden alardearon de haber alcanzado niveles récord de producción nacional de petróleo durante sus presidencias. Sin embargo, es el presidente Donald Trump quien hasta la fecha ha ofrecido una explicación más coherentemente desvergonzada y quien asegura mejor las inversiones, los beneficios y los activos de la industria petrolera a corto plazo. “Drill, baby, drill” fue uno de los gritos más populares en los mítines de la campaña que lo encumbró de nuevo a la Casa Blanca.
En el campo de las izquierdas, el desconcierto es mayúsculo. Mientras la derecha internacional ha entendido la gravedad de la situación y está promoviendo un enorme grado de polarización política y social, basada en la exacerbación de las desigualdades sociales y la búsqueda de chivos expiatorios para disimularlas, el grueso de las izquierdas parece seguir instalado en la defensa de la moderación y del cambio tranquilo y responsable. El problema se debe, en parte, a una incómoda paradoja. A estas alturas, tal y como ha señalado el escritor sueco Andreas Malm, resulta evidente que la victoria histórica del capital está implicando la destrucción del planeta. Racionalmente, hay más motivos que nunca para adoptar una política socialista que permita una rápida superación del capitalismo. En este contexto, cabría esperar que el reformismo socialdemócrata hubiera entrado en crisis, asediado por la competencia de una pujante izquierda revolucionaria. También sería previsible que la tendencia a la radicalización de la derecha hubiera provocado un fenómeno análogo en las izquierdas. En teoría, para obtener los resultados deseados, la estrategia reformista necesita una serie de requisitos —principalmente, unas perspectivas de crecimiento económico indefinido y una derecha moderada con la que poder pactar grandes acuerdos sociales— que están ausentes o en retroceso en la mayoría de los países. Y, sin embargo, la izquierda sigue dominada por sus elementos más moderados. Desde finales de los ochenta, la política revolucionaria está, a efectos prácticos, casi completamente desaparecida de los movimientos de izquierda, aunque algunos líderes políticos, dentro o fuera de los gobiernos, todavía se permiten concesiones retóricas al radicalismo. De hecho, la división de la izquierda no debería verse siempre como una nefasta consecuencia de la inclinación sectaria hacia la fragmentación. En la historia de los grandes movimientos sociales, siempre ha habido corrientes diversas, con programas y tácticas diferenciados, incluso aparentemente enfrentados. La clásica estrategia de poli bueno, poli malo también ha funcionado para los movimientos emancipatorios. La división histórica del movimiento obrero del siglo XX entre comunistas y socialistas provocó trágicos enfrentamientos, pero también contribuyó a las conquistas de derechos sociales en los países capitalistas, con los socialdemócratas jugando el papel de líderes razonables y preferibles a la amenaza de subversión comunista. Lo extraño de la situación actual no es tanto la fortaleza del elemento reformista en la izquierda sino la aparente desaparición de las corrientes revolucionarias cuando más se las necesita.
En cualquier caso, hay una verdad básica que todas las izquierdas —incluso las más moderadas y reformistas— deberían estar señalando constantemente: la culpa es de los ricos.
En cualquier caso, hay una verdad básica que todas las izquierdas —incluso las más moderadas y reformistas— deberían estar señalando constantemente: la culpa es de los ricos. En contra de lo que se insinúa en ciertas campañas gubernamentales y empresariales, la responsabilidad por la actual crisis climática no se puede repartir equitativamente entre los miles de millones de consumidores de la economía global. La realidad es que existe una jerarquía de culpables en cuya cúspide se encuentran los ejecutivos de las grandes compañías fósiles y los superricos. Todos los estudios apuntan a la misma evidencia: los más ricos siempre son los que contaminan más, en proporciones verdaderamente obscenas. Un estudio de Oxfam de 2023 afirmó que el 1% de los más ricos del planeta emite tantos gases contaminantes como los dos tercios de la humanidad más pobre. Según Gregory Salle, autor del libro Superyachts: Luxury, Tranquility and Ecocide, los 300 superyates más grandes del planeta contaminan más que los 13 millones de habitantes de la República de Burundi. Mientras no se señale con claridad a los principales culpables, la política climática seguirá pareciendo demasiado abstracta e incomprensible. Es necesario señalar a los verdaderos culpables para poder entender el origen del problema y buscar soluciones basadas en la justicia climática, y también, siendo honestos, porque sin la necesaria rabia e indignación social, no hay posibilidad real de cambio. A los multimillonarios, a los propietarios de yates y de aviones privados, hay que dejarles claro que lo mínimo que les espera es la confiscación de su riqueza y, con ello, el fin de su influencia política y de su extravagante forma de vida, mientras que a los ejecutivos de las grandes empresas petroleras, a los responsables de mentir al gran público y de seguir expandiendo la industria de las combustibles fósiles a sabiendas del previsible coste en millones de vidas humanas, probablemente les espera un juicio por genocidio parecido al que se celebró en Núremberg contra los jerarcas nazis. A estas alturas del partido, la humanidad ya no se puede permitir el lujo de tener superricos.
Junto al señalamiento de los culpables, el movimiento también necesita un programa de reformas económicas y sociales para el presente inmediato. El llamado Green New Deal, basado en la experiencia histórica de la presidencia Roosevelt (1933-1945), ha aportado ideas muy interesantes para avanzar en esta dirección, especialmente en el énfasis en la reducción de las desigualdades sociales como estrategia indispensable para articular una nueva mayoría social comprometida con la transición energética. El programa de transformación ecosocial deberá garantizar un contexto de pleno empleo, de amplios derechos sociales en educación, salud y vivienda y de abundantes oportunidades para la realización personal y para el ejercicio de formas de ocio alternativas al consumismo. Ahora bien, a diferencia del New Deal histórico y más en consonancia con la tradición del socialismo europeo y el desarrollismo latinoamericano, el Green New Deal deberá implicar también un menor respeto por la propiedad privada que el demostrado por la Administración Roosevelt. Para poder financiar su ambicioso programa de transformación del modelo productivo y para evitar las llamadas “emisiones de lujo”, habrá que asumir una ambiciosa política de nacionalizaciones y de planificación económica. El reto del cambio climático exige extender la intervención del Estado en la economía mucho más allá del clásico paradigma keynesiano, a menudo demasiado limitado a recetas de política fiscal y monetaria para estimular el crecimiento. No faltarán las críticas de aquellos que consideran que la planificación económica sólo es legítima y viable en tiempos de guerra, a lo que habrá que responder que, dada la gravedad de la situación, una economía de guerra ecosocialista, que planifique, socialice y restrinja la explotación de los recursos naturales con criterios de escasez, es justamente lo que necesitamos para esquivar el colapso. El futuro es demasiado importante para dejarlo en manos de ejecutivos cuyo mandato se limita a velar por los intereses inmediatos de sus accionistas.
El movimiento socialista a menudo ha relegado la cuestión ecológica a un plano secundario, aunque resulte evidente que sólo en un sistema socialista, en el que las consideraciones políticas siempre prevalecen sobre los cálculos económicos, se pueden establecer las bases duraderas del cambio histórico radical que requiere un futuro habitable.
En este sentido, una analogía histórica igualmente útil puede ser la de la abolición del trabajo esclavo. En su momento, la esclavitud también representaba una fuerza productiva que se utilizaba de forma destructiva y, al mismo tiempo, constituía una forma especialmente perversa de acumulación de capital que había que liquidar sin contemplaciones. El fin de la esclavitud, alcanzado en un contexto de guerra civil, implicó inmensas pérdidas económicas para los propietarios de esclavos en Estados Unidos. Miles de millones de dólares se esfumaron de un día para otro. La medida siguió una fuerte lógica anticapitalista. Por desgracia, no siempre se pudo liquidar todo el capital esclavista. En el Haití recientemente independizado, Francia logró imponer un sistema de indemnizaciones por las pérdidas derivadas de la abolición de la esclavitud en forma de deuda pública para la nueva nación independiente que, según algunos cálculos, los haitianos tardaron más de un siglo en pagar, con terribles consecuencias para su desarrollo económico que duran hasta el día de hoy.
Si el Green New Deal es el programa reformista para hacer frente de forma urgente a la crisis climática, el ecosocialismo es el cuerpo ideológico necesario para dotarlo de sentido, perspectiva y consistencia. Es también la síntesis necesaria entre dos tradiciones emancipatorias, la del ecologismo y la del socialismo marxista. Según Ian Angus, a lo largo de su historia el ecologismo ha sufrido la ausencia de una crítica coherente al capitalismo. Al no poder explicar la verdadera causa social de la degradación medioambiental, los partidos verdes han caído en la irrelevancia política o, peor aún, en ocasiones incluso han llegado a actuar como esperpénticas comparsas de gobiernos neoliberales. Por su parte, el movimiento socialista a menudo ha relegado la cuestión ecológica a un plano secundario, aunque resulte evidente que solo en un sistema socialista, en el que las consideraciones políticas siempre prevalecen sobre los cálculos económicos, se pueden establecer las bases duraderas del cambio histórico radical que requiere un futuro habitable. Es también el único sistema que plantea una ruta realista para superar las brechas de desarrollo y bienestar entre el Norte y el Sur globales y para evitar que la transición energética sirva de pretexto para reforzar relaciones de dependencia. La síntesis ecosocialista también permite impugnar con mayor credibilidad el lema thatcheriano del There Is No Alternative (TINA). En realidad, se puede conceder que la alternativa al capitalismo neoliberal puede ocasionar, en el corto plazo y en determinados sectores, una menor eficiencia productiva, aunque, por poco que ampliemos nuestra mirada crítica, deberíamos reconocer que ya llevamos mucho tiempo produciendo por encima de las capacidades ecológicas del planeta Tierra. De todos modos, se mire por donde se mire, la alternativa al ecosocialismo es mucho más aterradora, incluso a medio plazo. Entre tener que renunciar a ciertos productos de consumo superfluos o promover un genocidio de millones de personas en todo el mundo, no debería haber discusión. Como ya propuso el filósofo Manuel Sacristán a finales de los sesenta y como viene recordando, entre otros, el intelectual y activista Jorge Riechmann, es hora de retomar y actualizar el viejo lema de Rosa Luxemburgo: Ecosocialismo o barbarie.
Andreu Espasa es profesor de Historia Contemporánea en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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