ARGUMENTOS PARA ENFRENTAR LA PERPLEJIDAD PEDAGÓGICA
- Nicolás Arata
- 3 abr
- 8 Min. de lectura

BRÚJULA_PD, Collage. E. (2024)
El glosario neoliberal se expandió como la peste: hablar de calidad y mérito, de eficiencia y eficacia, de accountability y competencias, se naturalizó hasta convertirse en nuestra lengua nativa.
Situar un problema
Como si de una vieja brújula se tratase, la pedagogía parece haber perdido su capacidad para orientarnos en el debate educativo contemporáneo. Entre las razones, destaco una: el neoliberalismo construyó un vocabulario que colonizó los modos de nombrar lo educativo. Forjado en usinas tecnocráticas y refinado por estrategias mercadotécnicas, el glosario neoliberal se expandió como la peste: hablar de calidad y mérito, de eficiencia y eficacia, de accountability y competencias, se naturalizó hasta convertirse en nuestra lengua nativa. Y los conceptos, como los dados, siempre están cargados.
Detrás de este vocabulario no sólo se aglutinaron actores que apuestan por profundizar la mercantilización educativa. El desmantelamiento material y simbólico de los sistemas educativos, propiciado por el neoliberalismo, se convirtió en campo orégano para la propagación de discursos negacionistas que postulan el terraplanismo, rechazan la existencia de desigualdades de género, afirman que el cambio climático es un invento, promueven la interpretación literal de los relatos de la creación o retiran libros de las bibliotecas escolares apelando a criterios ultraconservadores.
Ante ello, las posiciones político-pedagógicas que se reconocen en las tradiciones nacional-populares, progresistas y de izquierda enfrentan un desafío común: activar la imaginación y superar la perplejidad que las embarga. Una iniciativa para recuperar el terreno perdido consiste en promover una gran conversación pública centrada en pensar qué esperamos de nuestros sistemas educativos y qué precisamos que la pedagogía haga por ellos. Ubico tres coordenadas para estructurar esa conversación: debe ser colectiva y horizontal (las opiniones de todas las integrantes de la comunidad educativa deben ser escuchadas y valoradas), debe recorrer el espinel de asuntos que afectan a la educación (desde la educación inicial hasta la universidad pública, sin desentenderse de las iniciativas impulsadas por las comunidades) y debe situar su reflexión reconociendo y asumiendo como propias las necesidades y demandas históricas de las sociedades latinoamericanas.
Pensar en tiempo presente
La pregunta por el presente nos coloca frente a un reto crucial: resulta indispensable actualizar qué entendemos por un programa educativo que profundice los fundamentos de la vida democrática. De algo estoy seguro, no encontraremos la respuesta a los problemas planteados más arriba apelando a visiones nostálgicas (que busquen restituir los modelos educativos previos) o a visiones de avanzada (que se adueñen de una interpretación del futuro y pretendan conducirnos hacia él). La pedagogía necesita menos vanguardias y más jardineros.
Afirmar que enseñamos y aprendemos en la región más desigual del planeta equivale a decir que nuestras apuestas educativas transcurren en países donde la riqueza se distribuye de la manera más inequitativa imaginable.
La reflexión pedagógica debe expandir sus temas de indagación si quiere conectar con los problemas contemporáneos. El siglo XXI nos ha colocado ante desafíos inéditos, que pocas personas podían anticipar apenas unas décadas atrás. Entre los asuntos más acuciantes, la crisis climática es —sin lugar a duda— la cruz de la época. En paralelo, la datificación de la vida ha concentrado en pocas manos un volumen inmenso de información sensible que incide en el curso de nuestras democracias. Mientras tanto, los dueños de las redes sociales se muestran cada vez más proclives a transformarlas en arenas para la propagación del odio, en lugar de en espacios de intercambio y colaboración. Como telón de fondo, las desigualdades crónicas del capitalismo se ahondan: nunca en la historia de la humanidad los ricos habían sido tan ricos como ahora, mientras los índices de pobreza y extrema pobreza se profundizaron.
Traer a cuenta estos asuntos no sólo es importante porque formen parte de nuestra vida cotidiana, impacten en nuestros trabajos, afecten el sentido de vivir juntos y lo que entendamos por vida en común, sino que los recupero porque son asuntos que deben colocarse en el centro de una reflexión pedagógica crítica, creativa y situada. Preguntarnos cómo gestar proyectos político-sociales que impulsen la inclusión con diversidad y la prosperidad compartida, la preservación del ambiente y la defensa de las democracias, sin reflexionar sobre el papel que tiene la educación en esos procesos, es condenarse de antemano. Mucho me temo que, si no ensayamos respuestas a estos problemas, los mismos serán pensados por las fuerzas del capital bajo una lógica mucho más interesada en convertirnos en insumos mercantilizados, que en ciudadanas autónomas y emancipadas.
Educar en la región más desigual del planeta
Aunque la reflexión pedagógica tiene muchos y numerosos asuntos que atender, las cuestiones vinculadas con la enseñanza y el aprendizaje siguen ocupando un lugar destacado. Más arriba sostenía que debemos pensar en el tiempo presente. Añado ahora que, además, debemos pensar en donde están nuestros pies. Afirmar que enseñamos y aprendemos en la región más desigual del planeta equivale a decir que nuestras apuestas educativas transcurren en países donde la riqueza se distribuye de la manera más inequitativa imaginable, donde el poder económico se concentra cada vez en menos manos y donde la persecución a quienes luchan en favor de la justicia social es moneda corriente.
Las desigualdades sociales tienen un fuerte correlato pedagógico. Las brechas educativas se ensanchan dramáticamente en América Latina, especialmente a medida que se avanza en los niveles educativos y en mayor detrimento de las niñas y las mujeres, de los grupos étnicos indígenas y afrodescendientes y entre la población rural. Nuestras universidades tampoco están exentas de este asunto, por ejemplo, en lo relativo al acceso de las mujeres a cargos de conducción de las casas de altos estudios. Un informe reciente del IESALC-UNESCO afirma que —aunque superan largamente la mitad de la matrícula universitaria— las mujeres desempeñan cargos de conducción institucional solamente en el 18% de las universidades públicas.
No hay desigualdad social que no haga eco en nuestros salones. Por más complejas que sean las condiciones, la escuela siempre puede contribuir a abrir horizontes donde otros ven abismos. Para ello, la clase debe reivindicarse como un espacio y un acto político. La reflexión pedagógica debe combatir la representación de la clase como un lugar ritualizado, donde el saber se comercia o queda aprisionado bajo lógicas burocráticas. Al contrario, la perspectiva pedagógica que queremos inculcar pondera el valor de una clase por las preguntas y los entusiasmos que despierta, por los debates y diálogos que propone, por los deseos y horizontes que inaugura, convirtiéndose en algo radicalmente distinto a un lugar más de los muchos que hoy proveen información, pero no ayudan a pensar.
En definitiva, de lo que se trata es de sustentar pedagógicamente la clase como un espacio capaz de alojar un tipo de politicidad que piense los modos en que se elabora y tramita lo común, que confronte y exponga las formas de la desigualdad más naturalizadas (racial, económica, de género, etc.), invitando a preguntarse “cómo se distribuye la palabra, cómo se reconocen diferencias, cómo se habilita la diversidad o qué tipo de subjetividad se interpela” (López, 2020, p. 39).
Una pedagogía con eje en la transmisión
El corazón de un proyecto pedagógico sigue girando en torno a la pregunta por la transmisión. Preguntarnos qué mundo vamos a dejarle a las próximas generaciones se inscribe en una mirada de largo plazo, pero también en el registro de las tareas y acciones cotidianas. La transmisión puede ser pensada como un acto de continuidad cultural e inscripción en una genealogía; pero también, la pedagogía puede concebirla como una forma de resistencia y re-existencia frente al modelo de acumulación que nos conduce de manera irreversible hacia la aniquilación del planeta.
¿Qué hacer con lo heredado? ¿Debemos conservar los modos en que nos enseñaron o, por el contrario, debemos deshacernos de ellos y pensar la enseñanza de maneras radicalmente nuevas?
A diferencia de las interpretaciones que la califican como un acto anodino, las miradas pedagógicas pueden pensar la transmisión de la cultura como el resultado de una voluntad política que promueva el diálogo intergeneracional; cuando la transmisión se inscribe en un vínculo dialógico, lo que se habilita es una discusión en torno al mandato y a lo que se hereda. Lejos de afirmarse en la tradición, esta noción de transmisión pone en juego un proceso con final abierto: la que transmite lo hace en un marco de libertad para que quien toma contacto con esos legados culturales pueda asimilarlo y moldearlo creativa y críticamente.
Pero también, una reflexión pedagógica que se sitúe en la historia de nuestro continente no podrá dejar de asumir que no hay transmisión crítica sin una revisión de las jerarquías culturales sobre las que se asientan los procesos de enseñanza. Basta recordar que la transmisión en la escuela se construyó en torno a un criterio centrado en la cultura letrada. ¿Qué quedaba por fuera de esta selección cultural? Los saberes forjados en otras hormas provenientes de tradiciones ajenas al canon occidental. Discutir la transmisión es también poner en remojo qué conocimientos ingresan y cuáles quedan fuera de ese proceso.
Los intercambios que se deriven de estos diálogos pondrán a las educadoras y los educadores en un registro conocido. ¿Qué hacer con lo heredado? ¿Debemos conservar los modos en que nos enseñaron o, por el contrario, debemos deshacernos de ellos y pensar la enseñanza de maneras radicalmente nuevas? El curso del siglo XXI continuará atravesado por esa tensión.
Alimentar posiciones pedagógicas en tiempos de incertidumbre
Lo bueno de la perplejidad es la sensación de extrañeza que despierta. Que nuestras brújulas se hayan descompuesto no es un problema, el asunto es desentenderse de la responsabilidad que asumimos desde nuestra posición de educadoras.
Frente a un escenario marcado por un vértigo desconcertante, no hay mejor posición pedagógica que la que sostiene que los sistemas educativos son lugares irremplazables. Y no es que lo sean por alguna esencia que lleven grabada en sus ADN. En absoluto. Lo son siempre y cuando en sus pasillos y salones se siga promoviendo una política del común, sustentada en la participación y el diálogo, en la promoción del diálogo entre iguales.
Nada de todo esto puede hacerse si cada docente no asume su trabajo como el de un intelectual público, basado en un conocimiento profesional y comprometido con la tarea político-pedagógica que le fue encomendada. Del mismo modo, nada de esto puede hacerse si el Estado no reivindica la educación como un derecho universal y se compromete a garantizarla. En todo caso, no será un virus como el del COVID-19, sino nuevas avanzadas neoliberales o neoconservadoras las que intentarán borrar del paisaje a las escuelas, atribuyéndole costos excesivos o advirtiendo sobre su supuesta vetustez.
En tiempos de incertidumbre la mejor pedagogía es la que se dispone a pensar históricamente los problemas que enfrentamos. Ante el avance deshumanizante del mercado, el despliegue de la gubernamentalidad algorítmica y el agravamiento de las desigualdades, la reflexión pedagógica debe contribuir —en una conversación pública, que sin dudas debe incluir los distintos aportes de las ciencias sociales y las humanidades—, en la estela de las grandes luchas colectivas de nuestros pueblos. De la perplejidad, como de los laberintos, se sale por arriba. Y se sale aprendiendo a (re)situar las coordenadas de una reflexión pedagógica lo suficientemente valiente para enfrentar los problemas de su época.
BIBLIOGRAFÍA
López, M. P. (2020). Clase y política. Buenos Aires: INFOD. Disponible en: https://cedoc.infd.edu.ar/biblioteca-devenir-docente/
Nicolás Arata es Doctor en Ciencias en la Especialidad de Investigaciones Educativas por el CINVESTAV-IPN, México; Doctor en Educación por la Universidad de Buenos Aires, Argentina; Magíster en Ciencias Sociales con orientación en educación por la FLACSO, Argentina; Licenciado en Ciencias de la Educación por la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Presidente de la Sociedad Argentina de Investigación y Enseñanza en la Historia de la Educación (SAIEHE). Se desempeñó como Director de Formación y Producción Editorial de CLACSO y Coordinador Académico del Programa de Posgrados de CLACSO. Es Profesor de la Universidad Pedagógica Nacional -UNIPE- y la de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Comentários