INTELIGENCIA ARTIFICIAL: DEL ARTE AL CAPITALISMO Y VICEVERSA
- Ricardo Daniel Raya H.
- 1 mar
- 9 Min. de lectura
Actualizado: 14 may

FLOW IA, Collage. E (2024)
¿Puede llamarse “arte” a dicha canción? ¿Es la IA el futuro del “arte”? ¿Qué se necesita para entrar en la categoría de “arte”?
A mediados del año 2023, surgió una polémica que llamó fuertemente mi atención como estudiante de filosofía y amante de la música. Resulta que, a partir de cierto software de inteligencia artificial (IA), algún curioso cibernauta se dio a la tarea de generar y publicar una canción en la que se recrea la voz del célebre reggaetonero Bad Bunny (FlowGPT, 17 de octubre de 2023), quien, por cierto, ni siquiera estaba enterado de la situación. Entre el público del cantante en cuestión hubo quienes no se percataron que no había sido él quien realizó la canción sino hasta que lo anunció a través de sus redes sociales.
Para hacer más irónico el asunto, esta canción hecha en su totalidad por un software llegó a situarse en el top mundial de reproducciones, muy por encima del puesto que alcanzó el álbum que, días antes, el propio reggaetonero —en carne y hueso— había lanzado al mercado. Tras esto no cabe más que preguntarse: ¿puede llamarse “arte” a dicha canción? ¿Es la IA el futuro del “arte”? ¿Qué se necesita para entrar en la categoría de “arte”?
Escribir sobre qué es el arte es una tarea difícil de completar en unas cuantas líneas. Se corre el riesgo de sacar a flote más dudas que respuestas; sin embargo, es el objetivo de este breve artículo, a saber: poner en tela de juicio el concepto de arte, que a primera vista parece ser un misterioso, pero inmutable enigma. Para tales efectos, voy a mostrar de qué manera aquello que ha sido producido por IA —como el ejemplo ya mencionado— escapa, niega y quita vigencia a las acepciones más clásicas de “arte”. En seguida, a partir de una lectura benjaminiana, analizaré cómo la IA —que es una herramienta gestada en el seno de la lógica capitalista— puede subvertirse y subvertir aquellas viejas nociones, abriendo la posibilidad de nuevas formas de comprender y de relacionarnos con el arte.
La sentencia con la que Ernst Gombrich comienza su obra Historia del arte dice mucho acerca de lo que ahora nos atañe:
No existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas. Éstos eran en otros tiempos hombres que cogían tierra coloreada y dibujaban toscamente las formas de un bisonte sobre las paredes de una cueva; hoy, compran sus colores y trazan carteles para las estaciones del metro. Entre unos y otros han hecho muchas cosas los artistas. (Gombrich, 1999, p. 15)
En efecto, el Arte no existe; o al menos no con “A” mayúscula, nos dirá el mismo autor más adelante. El arte existe en tanto actividad de un artista, mas no como concepto inmutable con un significado fijo. En la cita de Gombrich se evidencia que no hay ninguna relación entre el arte primitivo de las cavernas y el tan sofisticado arte actual más que la cualidad de ser ambas actividades humanas supeditadas a un cuándo y a un dónde. En este sentido, no podemos acercarnos a una pintura rupestre con los mismos criterios estéticos que se aplican a las obras contemporáneas. Más aún, acercarse a una obra con prejuicios y con el afán de esperar algo, mata todo lo que podría haber de artístico en ese encuentro. Dice Gombrich, “No existe mayor obstáculo para gozar de las grandes obras de arte que nuestra repugnancia a despojarnos de costumbres y prejuicios.” (Gombrich, 1999, p. 29).
El aura artística puede entenderse como el entretejido de elementos particulares de una obra de arte, mismos que la caracterizan como un aparecimiento único e irrepetible.
Básicamente, no hay algo tangible a lo cual podamos llamar Arte; no hay criterios correctos, ni estilos definitivos, ni formas correctas, ni contenidos bellos, etc. Ya lo dijo Gombrich: no hay Arte, sólo hay artistas; sujetos que, a través de un proceso lleno de difíciles decisiones, crean objetos que rebosan una multiplicidad de sentidos para quienes los contemplan, resolviendo su complejidad o simplicidad en una interpretación literal o simbólica. Así, el arte sólo existe en tanto actividad del artista y como contemplación singular o limpia, es decir, fuera de todo esnobismo y de toda pretensión de lograr o mal lograr un sentimiento. Es entonces cuando se manifiesta la infinitud del quehacer artístico, pues éste deshace sus límites cualitativos en el momento en que niega la necesidad de “parecerse a”, “sonar como”, “estar hecho de”, “encontrarse en”, etc. Si bien, no podemos definir al arte, es preciso no renunciar a tratar de comprenderlo, para lo que es importante pensarlo como una actividad rebelde que va más allá de sí misma y que constantemente está criticando —no siempre de manera discursiva— sus cimientos.
Sobre esta misma línea marcha el texto La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica de Walter Benjamin. Este pensador, a diferencia de Gombrich, no critica la actividad en general del artista, sino que le interesa analizar el resultado de ese enigmático proceso, es decir, la obra de arte. Por ello se centra enla noción de Arte en tanto poseedora de un valor aurático. El aura artística puede entenderse como el entretejido de elementos particulares de una obra de arte, mismos que la caracterizan como un aparecimiento único e irrepetible. Tales elementos pueden ser el autor, el soporte, el discurso, la representación, entre otros (Benjamin, 2003, p. 46). Benjamin identifica un problema entre la auralidad de la obra artística y la reproducción masiva que se da a principios del siglo XX, gracias al desarrollo tecnológico. Por ejemplo, para los pintores de la época resultaba catastrófico que un aparato tal como la cámara fotográfica fuera capaz de representar instantánea e inmaculadamente un paisaje, cuando a ellos les tomaba un buen tiempo —y mucho esfuerzo— elaborar su arte.
Asimismo, gramófonos y gramolas tomaban el protagónico dentro del cabaret, reduciendo a unos cuantos discos el acontecimiento sonoro que los músicos solían convocar en vivo. El aura como “aparecimiento único” de la obra de arte se desvanece en dicha época. La postura de Benjamin frente a esto no es un rechazo o condena al uso de cámaras o fonógrafos para el arte, sino que nos está indicando que la forma en la que nos relacionamos con el arte en fotografías o discos es muy distinta de la forma en la que nos podemos relacionar con las pinturas de los museos o con las orquestas en las grandes salas de conciertos. Nuevamente, nos encontramos frente al problema de acercarnos al arte rupestre sin antes abandonar todo prejuicio contemporáneo.
El arte predispuesto como una herramienta infalible para homogeneizar sociedades y para extraer de sí la mayor fuerza de trabajo posible, hizo que surgiera la IA.
Del otro lado de esta visión puramente artística, la crítica de Benjamin resguarda un aspecto muy importante para nuestra discusión, a saber, la politización o democratización del arte. Este autor se da cuenta de que la producción de arte en serie no es un proceso inocente, sino que obedece a una operación política en la que se busca lo cuantitativo a toda costa, sin importar que lo cualitativo sea sacrificado. Benjamin tiene muy claro que la reafirmación histórica de una noción de Arte —con “A” mayúscula— siempre está ligada a una forma de organización económica y política. La época de la reproducción técnica sólo pudo ser posible en un sistema capitalista, donde “la insistencia «apasionada» de las masas de hoy en «acercarse» a las cosas debe ser sólo el otro lado de la sensación de enajenación que la vida actual despierta en el hombre no sólo ante sí mismo sino ante las cosas” (Benjamin, 2003, p. 116).
Así, la forma en la que consumimos, apreciamos o producimos obras artísticas está mediada, intervenida e incluso atravesada por nuestra época. ¿Cuál es el problema de ello? Lo dicho: el arte es bajado de esa posición aural y es puesta al servicio de la acumulación capitalista y el consumismo. De la cita anterior de Benjamin hasta nuestros días han pasado alrededor de unos 100 años en los que el ser humano ha buscado acelerar —e incluso omitir— el lapso entre el momento de la creación y el de la apreciación o consumo. Según Paul Virilio en su obra La bomba informática, las necesidades del proceso capitalista y la experiencia estética se funden para producir todo tipo de aparatos y dispositivos que nos hacen partícipes de una percepción masificada, de la cual no podemos desligarnos y hacer como si no existiera o como si viviéramos en la época de la auralidad y de las representaciones irrepetibles (Virilio, 1999, pp. 2-3).
Hoy vivimos en la cúspide de la inmediatez y de la percepción masificada. Tenemos la posibilidad de comunicarnos con el otro lado del mundo en cuestión de segundos, llevamos cualquier canción y cualquier imagen en un aparatito que nos cabe en el bolsillo, nos sabemos de memoria canciones que detestamos debido a que las reproducen allá en donde nos encontremos, podemos fotocopiar paisajes a través de una impresora y —más recientemente— hemos adquirido la capacidad de crear todo tipo de audiovisuales inéditos gracias a la IA. La aceleración no es gratuita. Toda tecnología de la percepción es montada por el sistema con fines capitalistas, como ya dijimos. Carmen Pardo Salgado —excelente comentadora de Benjamin— afirma que “el espacio del arte y el del trabajo son uno y el mismo” (Pardo, 2016, p. 90). Esta premisa ilustra perfectamente la situación del “arte” creado con inteligencia artificial. No se le puede despojar de la categoría de obra de arte —según lo que hemos visto con Gombrich—, pero tampoco se le debe considerar como una creación genuina e inocente debido a su naturaleza aceleracionista, inmediata y claramente puesta en función del capitalismo. El arte predispuesto como una herramienta infalible para homogeneizar sociedades y para extraer de sí la mayor fuerza de trabajo posible, hizo que surgiera la IA.
Acceder a la inteligencia artificial no es algo complicado o costoso, lo cual la vuelve una candidata perfecta para todo tipo de puestos o funciones dentro de una sociedad. Por ejemplo, los estudiantes la emplean para realizar —en un santiamén— alguna tarea o trabajo escolar; las empresas que necesitan generar frases atractivas, hacer un speech o incluso logotipos económicos y sin derechos de autor, recurren a ella; los artistas, influencers o creadores de contenido audiovisual la emplean como una herramienta que les ahorra pasos y costos dentro de su proceso creativo. Todo ello no tiene otra finalidad que la rápida y casi que inmediata producción. Igual que Benjamin, hoy en día somos testigos de cómo el arte, tal y como normalmente lo concebíamos, está transmutando hacia algo que exige aprecio desde una manera distinta, y sin dejar de lado aquello que Carmen Pardo nos anunció líneas atrás. Dicho esto, no cabe más que abogar por el camino de la subversión de las nuevas herramientas tecnológicas. Esto es, pensar en cómo podemos ser más creativos, cómo podemos desprogramar aquello que está hecho para programar.
La pasión, el ingenio y la falibilidad humana nunca dejarán de ser factores del arte; aunado a todo ello, la subversión, la negación y el borramiento de lo que se cree elemental son cosas que, de alguna u otra forma, siempre se han presentado como un motor para las nuevas artes.
Ciertamente, es muy difícil tratar de aceptar el hecho de que aquella canción o pseudocanción de Bad Bunny en efecto es arte. Más allá de cómo se le categorice, es necesario acercarse a ella como lo que es: una obra hecha a partir de IA, en la que el personaje en cuestión sale sobrando, quedándose sólo con los rasgos de formato y contenido más particulares para reorganizarlos de manera impecable. Esto no impide que aquella canción pueda llegar a gustarnos. La mayoría de las obras de arte que vamos conociendo a lo largo de la vida y que nos gustan, lo hacen justamente por lo que percibimos en ellas —por la experiencia o el encuentro que tenemos en determinado espacio y en determinado momento—, no tanto porque la obra sea compleja, porque haya sido realizada en los años 80 o porque el autor sea un buen samaritano. La experiencia que personalmente tuve al escuchar la mencionada canción —ya teniendo en cuenta el contexto— fue bastante divertida. La instrumentación está bien ejecutada, pero la parte lírica que recrea la voz del artista es bastante curiosa, puesto que hay momentos en los que la letra pierde todo el sentido, incluso ciertas palabras no son del todo audibles, dando la sensación de estar escuchando alaridos bastante bien afinados.
Considero que lo importante es nunca perder de vista lo que Gombrich ya nos dijo. No existe el Arte, sólo los artistas. Y puede parecer que hoy en día ya no existen ni los artistas en el sentido de que ya no son necesarios para crear arte. Sin embargo, creo que el arte sólo muere cuando muere la creatividad. Hoy, con ayuda de la inteligencia artificial, tenemos infinitas posibilidades que sólo podrán ser ejecutadas como grandes acontecimientos si somos creativos.
La pasión, el ingenio y la falibilidad humana nunca dejarán de ser factores del arte; aunado a todo ello, la subversión, la negación y el borramiento de lo que se cree elemental son cosas que, de alguna u otra forma, siempre se han presentado como un motor para las nuevas artes. Quién sabe. Puede que el remedio contra la perfección cuántica —contra lo establecido— sea lo singular del error humano. Probablemente Bad Bunny hubiera tardado un par de semanas más que la inteligencia artificial en hacer una canción así. Más aún, puede que él se hubiera equivocado mejor —o más bonito— que la IA.
BIBLIOGRAFÍA
Gombrich, E. (1995). Historia del arte. México, D.F.: Editorial Diana.
FlowGPT. (17 de octubre de 2023). FlowGPT - DEMO 5: nostalgIA (Spanglish Version) (IA VERSION). Youtube. Recuperado de: https://youtu.be/XIg9fNaw0rE?si=VUqdpgrcvOOe1_Sx
Pardo, C. (2016). En el silencio de la cultura. Madrid: Sexto Piso.
Virilio, P. (1999). La bomba informática. Madrid: Cátedra.
Walter, B. (2003). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. México, D.F.: Editorial Ítaca.
Ricardo Raya es egresado de Filosofía por la UNAM, músico e interesado en temas de música y estética.
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