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FORJAR CIUDADANOS CON IDENTIDAD PERDIDA

  • Foto del escritor: Dulce Renata Santamaría González
    Dulce Renata Santamaría González
  • 11 sept
  • 9 Min. de lectura

Las causas de la migración



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OLA Y VIAJE, Collage, E. (2025)





La identidad se construye de manera cotidiana; sin embargo, en el caso de la migración, este proceso adquiere características particulares y se torna más complejo, pues exige tender puentes entre lo conocido y lo desconocido, entre lo que se ha sido y lo que se está aprendiendo a ser.



Algunas perspectivas conciben la migración como un simple desplazamiento de un lugar a otro; sin embargo, este fenómeno resulta mucho más complejo. No se trata únicamente de un cambio geográfico, sino también de la experiencia de dejar atrás una parte significativa de lo que se ha sido y de transformarse en una versión distinta, en la cual intervienen múltiples procesos. Dicho tránsito implica una profunda transformación personal, emocional y cultural que plantea interrogantes fundamentales: ¿existe realmente una identidad propia? ¿Es posible reconstruir una nueva identidad o permanecemos inevitablemente vinculados a aquella conformada en los primeros años de vida?


El presente texto tiene como propósito responder a estas interrogantes y situar la reflexión en torno a la identidad en contextos migratorios, desglosando los procesos mediante los cuales ésta se configura a lo largo de la vida y los factores que pueden propiciar su transformación o reconstrucción. Asimismo, se profundizará en el impacto psicológico de la migración y en la manera en que fenómenos como el racismo o la discriminación, ejercidos por distintos actores políticos y sociales, afectan a las personas migrantes. Finalmente, se planteará cómo es posible forjar una identidad renovada que no niegue ni olvide las raíces, sino que las reconozca e integre en la nueva cultura, a pesar del arduo proceso y las rupturas internas que ello conlleva.


La identidad se construye de manera cotidiana; sin embargo, en el caso de la migración, este proceso adquiere características particulares y se torna más complejo, pues exige tender puentes entre lo conocido y lo desconocido, entre lo que se ha sido y lo que se está aprendiendo a ser. La configuración identitaria inicia desde los primeros años de vida y se desarrolla a lo largo del crecimiento, influida por diversos factores como el entorno familiar, las costumbres, la religión, la lengua materna y, en general, el contexto sociocultural. En otras palabras, la construcción de una identidad es un proceso ineludible, independientemente del contexto en que se viva.


En palabras de Jean Piaget, “esta identidad se modifica evolutivamente a través de los procesos de asimilación y acomodación, los cuales, en la interacción con la realidad, transforman los esquemas, permitiendo el equilibrio y la adaptación” (Piaget, 1971, p. 61). Así, aquello que constituye la singularidad de cada individuo se ve profundamente tensionado en el acto migratorio, pues este implica incorporarse a un entorno desconocido y desprenderse, al menos parcialmente, de lo familiar. Nada permanece idéntico, aunque lo parezca: incluso compartir un idioma, una frontera o un continente no garantiza homogeneidad, dado que cada lugar configura su propia manera de nombrar y significar el mundo. Esta diferencia puede convertirse en obstáculo, en motivo de prejuicio o en una carga psicológica invisible para la persona migrante.


Ahora bien, ¿qué pasa durante dicho proceso?, ¿se pierde la identidad o simplemente hay que reconstruirla? Si bien, la identidad se podría ocultar o disfrazar, este mismo acto generaría una forma de identidad. Es decir, incluso al intentar borrar o esconder quién se es, se está configurando una nueva forma de ser. Por ende, la palabra acorde a dicha situación sería transformación, ya que en este proceso algunos elementos se transforman, otros se pierden, y muchos más entran en conflicto para que nazca el nuevo Yo. Por esto, el ser humano siempre tendrá una identidad, sin importar en qué momento de esta travesía se encuentre.




La migración remueve la percepción del Yo, afecta la autoestima y enfrenta a la persona a un duelo migratorio, frecuentemente atravesado por sentimientos de culpa: culpa por partir, por dejar el país, la familia y los seres queridos, reforzada tanto por el juicio interno como por el reproche externo.



Ahora bien, ¿qué ocurre durante dicho proceso? ¿Se pierde la identidad o, más bien, debe reconstruirse? Si bien, la identidad puede ocultarse o disfrazarse, este mismo acto genera una forma de identidad. En otras palabras, incluso al intentar borrar o esconder quién se es, se configura una nueva manera de ser. Por ello, el término más adecuado para describir esta dinámica es transformación, ya que en el proceso algunos elementos se modifican, otros se pierden y muchos entran en conflicto, dando lugar al surgimiento de un nuevo Yo. En este sentido, el ser humano siempre posee una identidad, independientemente del momento en que se encuentre dentro de esta travesía.


Asimismo, resulta fundamental subrayar el impacto psicológico que conlleva la experiencia migratoria, pues no se reduce al simple hecho de trasladarse de un lugar a otro, sino que implica un proceso mucho más profundo. La migración remueve la percepción del Yo, afecta la autoestima y enfrenta a la persona a un duelo migratorio, frecuentemente atravesado por sentimientos de culpa: culpa por partir, por dejar el país, la familia y los seres queridos, reforzada tanto por el juicio interno como por el reproche externo. Este duelo, del que se habla poco, suele asociarse a la pérdida de una relación o de un ser querido, pero en el caso migratorio se manifiesta con igual intensidad.




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LETTERRS, Collage, E. (2025)




A estas tensiones se suman el racismo, la discriminación, la estigmatización e incluso las políticas institucionales que obstaculizan o niegan derechos, dificultando los procesos de integración. Según la Encuesta Nacional sobre Discriminación (ENADIS, 2022), una de cada tres personas migrantes y/o desplazadas de 15 años o más declaró haber experimentado, en los últimos cinco años, al menos un episodio de discriminación o racismo.


Aunado a esto, el Estado establece, a través de las fronteras, quién puede desplazarse libremente y, en consecuencia, detenta el poder de determinar quién tiene derecho a ser tratado con dignidad. Algunos Estados son más proclives que otros a reproducir prácticas racistas, lo cual no obedece a un único factor, sino a una combinación de elementos como el legado histórico, la orientación política de los gobiernos, así como determinadas prácticas sociales y culturales. Entre 2016 y 2022, la Agencia de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (FRA) realizó una encuesta cuyos resultados revelaron que Austria, Dinamarca, Finlandia y Alemania presentan mayores niveles de discriminación hacia personas migrantes.


En palabras de Michael O’Flaherty, director de la FRA: “El racismo no tiene cabida en Europa. Enfrentarse a la verdadera magnitud del racismo es chocante y vergonzoso. Estas conclusiones deberían ser una llamada de atención para que se tomen medidas en favor de la igualdad y la inclusión de los afrodescendientes” (citado en Askew, 2023). Estas afirmaciones invitan a reflexionar sobre la contradicción existente en el discurso de defensa de los derechos humanos que promueven organismos internacionales como la Unión Europea (UE).




La migración ha sido abordada predominantemente como una amenaza geopolítica, antes que como un fenómeno humano. En la actualidad, los Estados diseñan políticas migratorias en función de intereses económicos y de seguridad nacional, mientras miles de personas son despojadas de sus derechos y de su condición humana.



Si bien, existen organizaciones internacionales que contribuyen a la atención de problemáticas vinculadas con la migración —entre ellas, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), considerada el principal organismo en la materia, y la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR)—, sus acciones han resultado insuficientes para dar respuesta integral a la complejidad del fenómeno.


A pesar de que la UE declara salvaguardar y proteger los derechos fundamentales —incluidos los relativos a la movilidad humana—, en diversas ocasiones ha adoptado estrategias que generan efectos contrarios, privilegiando la contención y el control fronterizo sobre la dignidad humana. Un ejemplo de ello es el Nuevo Pacto sobre Migración y Asilo, adoptado en 2024, cuyo propósito es reformar de manera profunda el sistema de asilo europeo. Sin embargo, esta reforma ha sido objeto de críticas por parte de organizaciones como Amnistía Internacional (AI) y Human Rights Watch (HRW), que advierten sobre el riesgo de limitar el acceso seguro al asilo y de facilitar retornos forzados a los países de origen, lo cual comprometería tanto los derechos como la seguridad de las personas migrantes. De igual forma, la propuesta de crear centros de retorno en terceros países para gestionar expulsiones de personas en situación irregular ha sido cuestionada, en tanto que podría derivar en la vulneración del principio de no devolución y en la ausencia de garantías jurídicas suficientes en los países receptores.


La migración ha sido abordada predominantemente como una amenaza geopolítica, antes que como un fenómeno humano. En la actualidad, los Estados diseñan políticas migratorias en función de intereses económicos y de seguridad nacional, mientras miles de personas son despojadas de sus derechos y de su condición humana. La estigmatización del inmigrante no es un fenómeno fortuito, sino el resultado de la acción de instituciones estatales que, al rehuir la transformación de las desigualdades estructurales, trasladan la responsabilidad a determinados grupos sociales.


Así, la discriminación en América Latina adquiere particularidades distintas a las observadas en Europa. Mientras que en el contexto europeo el racismo suele dirigirse hacia personas de origen étnico distinto —asociadas generalmente con lo extranjero—, en América Latina las prácticas discriminatorias se manifiestan dentro de las propias sociedades. Factores como el estrato socioeconómico y la pertenencia a comunidades indígenas determinan con frecuencia quiénes son objeto de exclusión. De acuerdo con una encuesta de la Corporación Latinobarómetro realizada en 18 países de la región en 2020, en México y Paraguay las personas en situación de pobreza constituyen el grupo más discriminado, mientras que en países como Guatemala o Panamá lo son las poblaciones indígenas (2024). Estos datos guardan relación con los procesos de migración interna, en los que ciudadanos provenientes de regiones rezagadas se desplazan hacia las capitales o grandes ciudades en busca de mejores oportunidades, enfrentándose entonces a nuevas formas de segregación, ya sea por su acento, nivel económico, color de piel u otros factores.




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VIAJE Y UNIVERSO, Collage, E. (2025)



Hablar de migración, discriminación y América implica necesariamente referirse a los Estados Unidos de América (EE. UU.). Este país ha sido destino de millones de personas migrantes que, mientras para algunos representa un territorio de oportunidades, para muchos otros se ha convertido en un espacio de exclusión, discriminación y lucha por el reconocimiento de sus derechos y de su dignidad. Según datos oficiales de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en EE. UU. residen 50,632,836 personas migrantes, lo que equivale al 15.28 % de su población total, siendo México, India y China los principales países de origen. Ello suscita preguntas fundamentales: ¿cómo se ha llegado a esta situación? ¿Acaso no fue EE. UU. un país fundado por migrantes? ¿No es cierto que su condición de potencia económica mundial se ha sostenido en gran medida gracias a la mano de obra migrante, la misma que hoy se busca criminalizar y expulsar como si se tratara de delincuentes en lugar de trabajadores esenciales?




Migrar implica también atravesar límites internos, emocionales y culturales, y en ese proceso se forja una identidad renovada que supone reconstruirse desde lo conocido hacia lo desconocido.



Los discursos dominantes de corte nacionalista y excluyente, impulsados principalmente por sectores de derecha, han consolidado una visión de lo “estadounidense” definida por el color de piel, el idioma y el origen europeo. Lo más preocupante, sin embargo, es la manera en que este enfoque se ha institucionalizado en las leyes, el sistema penal y las prácticas laborales, lo cual ha intensificado en los últimos años la violencia institucional contra las personas migrantes. Durante el periodo 2017-2018, la administración de Donald Trump implementó la política de “cero tolerancia”, que provocó la separación forzada de más de 5,500 niños de sus familias en la frontera. Además, se contempló la utilización de la Base Naval de la Bahía de Guantánamo —asociada históricamente con violaciones a los derechos humanos, incluidas prácticas de tortura— como centro de detención para hasta 30,000 migrantes. Otro ejemplo de estas vulneraciones lo constituye el intento de eliminación del programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA). Aunque la cancelación no se concretó, se establecieron nuevas restricciones que pusieron en riesgo a miles de beneficiarios, entre ellos los denominados dreamers, quienes crecieron y fueron educados en territorio estadounidense.


En el presente momento histórico, con ejemplos concretos de lo que significa migrar y de la compleja experiencia de construir, de manera voluntaria o involuntaria, un nuevo proyecto de vida, es posible comprender que la migración no se reduce al cruce de fronteras físicas. Migrar implica también atravesar límites internos, emocionales y culturales, y en ese proceso se forja una identidad renovada que supone reconstruirse desde lo conocido hacia lo desconocido.


La configuración de esta nueva identidad no ocurre ipso facto; por el contrario, constituye un camino marcado por descubrimientos y aprendizajes, en el cual la persona migrante debe reconocer y resignificar aquello que antes parecía obvio para integrar lo nuevo en su experiencia vital. Dicho trayecto se encuentra inevitablemente atravesado por fenómenos como la discriminación, la sensación de no pertenencia o el cierre de oportunidades por no ser originario del país de acogida. No obstante, a pesar de estas dificultades, la migración abre la posibilidad de crear una nueva persona, resultado de la articulación entre lo previamente conocido y lo que comienza a incorporarse en la nueva realidad.




BIBLIOGRAFÍA





Dulce Renata Santamaría González es egresada de RR.II. por la UNAM y en último semestre de NN.II. por parte del IPN. Actualmente estudia y vive en el extranjero, lo cual la ha llevado ha interesarse más en los fenómenos migratorios, así como en la política y los fenómenos internacionales en general.



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